Para que voy a decir que no
si me encanta su llegada.
Cae de sopetón
con pitos y matracas,
con serpentina y espuma,
con silbatos y la mar en coche.
Se balancea con una velocidad imperceptible
tocando cada una de las ianas
de mi incredulidad.
Desordena todos los muebles en medio
segundo de achinar la mirada
porque el rostro se me desconfigura
sin pedir permiso.
Me explota los nervios,
las tripas
y la risa
arrancándome
todo malestar.
Es escurridiza la muy guacha
pero me deja acariciarla
al caer la noche
cuando nuestras miradas se encuentran
en la paz de esas cuatro paredes
tan oscuras como cálidas
en las que nos estrujamos
pensando en algo más grande que un “te quiero”.
Me mira
exigiendo toda mi atención
y yo descorro el velo de mi puritanismo
para consentirla
otro ratito más.
Para qué voy a decir que no
si su intensidad
me expulsa de todas mis estructuras,
me aliena la cordura
o lo poco que percibo de ella
arrojándola bien lejos
de esta cápsula infinita
de apodos no patentados,
de voces impronunciables a oídos de la humanidad,
y de una incondicionalidad que carece de adjetivos para describirla.
No será los mates dulces con mi abuela,
ni el placer de una copa de vino los viernes por la noche,
tampoco el libro de poesía de los domingos bajo el sol
y casi seguro está muy lejos de la birra con amigxs
pero es devota de mis abrazos
y eso es síndrome suficiente
de la alegría.