En enero todos los días son parecidos:
el sol se queda un ratito más,
las personas se refugian en las sombras que escasean
y, también, en sus celulares,
los cuerpos desean escaparse de la ropa,
la lluvia y el viento se toman franco,
el semáforo en rojo se demora unos segundos de más,
el agua fría de las botellitas se vacía al primer sorbo,
lxs pibxs patean una pelota en cualquier esquina,
las hamacas siempre están ocupadas,
las heladerías explotadas,
la birra no calma la sed,
y yo, sobre el pasto,
duelando en una hoja
otro año que se fue.
Enero es el mes en el que más se me da extrañar.
No sé, es raro,
me invade una sensación de nostalgia inexplicable
teniendo en cuenta que soy amante del verano.
Suelo preguntarme con mayor frecuencia,
¿esto es todo o habrá más?
Y, a la vez, es el mes en el que menos tengo ganas de pensar.
Supongo que es inevitable que ronden por estos días
los resabios de diciembre.
El último mes del calendario nos sumerge
en la intensidad,
en la dispersión,
en el placebo festivo del consumismo.
Y brindar con tus seres queridxs
ya no es suficiente
cuando te pones a hacer
otro balance mediocre
y vuelve a pesar en la balanza
todo lo que no pudiste lograr.
Entonces, llega enero,
la resaca frívola de los finales
que no pudimos concluir
porque estábamos muy ocupadxs
festejando nuestra idiosincrasia.
Enero me sabe a densidad,
espesura,
el mundo se mueve en slow motion
y hay una fuerza interna que quiere salir disparada.
Todo cuesta,
todo pesa,
todo duele,
pero arrastramos como sea nuestra mochila de expectativas
porque sino, ¿de qué otra manera se sigue?
Al terminar el mes, enero fue un largometraje
bastante aburrido con unas pocas escenas buenas
y planos en loop que no favorecieron
ni a un buen jardín con pileta.
Pero ¡OJO!
Siempre tendremos febrero
y con él la llegada del esperado carnaval,
otro narcótico de colores y espuma
para olvidarnos por unas semanas
que el primer mes del calendario nos vino a decir
CHE, envejecer no es una opción,
está sucediendo
y todavía no sos todo que deseas ser.