Todos los lugares que amé

Volver”,
esa simple expresión
que, a primera oída, escupe ingenuidad,
tan insulsa,
tan de novela,
tan televisiva,
y, sin embargo,
solemos asociarla a una acción negativa.

Estuve un poco colgada en las vueltas,
en las calesitas de plaza,
en las rotondas que no se dejan cruzar,
las idas y venidas,
alguna que otra avenida,
los regresos…

Y empecé a enumerar cada uno de ellos.

Hay regresos hipotecados,
regresos funestos,
regresos predecibles.

También hay regresos en espiral,
regresos patológicos,
regresos ciegos, sordos y mudos.

Hay regresos fríos,
regresos carceleros,
regresos nostálgicos.

También hay regresos maquillados,
regresos iluminados,
repentinos,
inevitables,
necesarios,
accesorios,
regresos que nos tocan la puerta de la memoria
y nos recuerdan quiénes éramos en otro tiempo
y que “volver” mucho después
no siempre significa tropezar con la misma piedra,
ni una distracción
ni una mala jugada
ni una coincidencia
ni un error.

Resulta que, a contramano de aquel dicho popular,
volví a todos los lugares
donde amé la vida
con temor,
prejuicios,
escéptica,
desilusionada,
y, ¿saben?
Sucedió que sí,
los percibí diferentes,
cambiaron su fachada,
ya no son ni tan grandes ni tan sorprendentes.
Definitivamente, hay menos invitaciones al juego
pero el sentimiento permaneció intacto,
se aferró fuerte a un poste de luz
que no se llevó puesto ningún auto
y los amé con la misma intensidad
o, seguramente,
un poco más que alguna vez.

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