El cuadro

Las tardes frías de pies con doble media
o cuando teníamos poco que hacer,
nos quedábamos mirando ese cuadro de 80 x 60
en la entrada del depto
que en ocasiones se nos representaba
como un cielo inagotable de puntitos blancos
y de pinceladas azules,
y otras veces, se convertía en un océano embravecido
arrasando con los últimos vestigios de luz
hasta apagar cada acuarela.

Dos
(o tres veces)
coincidimos en la misma perspectiva.
La primera fue cuando te arrodillaste
frente a mi pastel de papas
recién salido del horno
y girando la cabeza hacia mí
me pediste
que no me vaya de tu vida.

La segunda
(o la tercera)
fue cuando deshiciste el abrazo
en el que nos estábamos refugiando
y sin mirar atrás
me avisaste
que no regresarías
a la casa
(y tampoco a mi vida).

El cielo
inmenso,
infinito
sintiéndose inalcanzable,
irrompible;
y luego
el océano
vulnerable,
tempestuoso,
salvaje,
sin más dirección que la imprudencia,
llevándose todo.

El cielo
tenuemente
iluminado
y lejano;
y luego
el océano
rompiendo
absolutamente
todo.

Deja un comentario