Aquello de coincidir

Una tarde de birras y maní
me dijo que me amaba.

Así,
de la nada,
sin preámbulos,
sin vueltas.

No dijo que estaba enamorado de mi,
dijo que me amaba.

Así,
mirándome a los ojos,
sin pelos en la lengua,
sin titubear
y en frente de otras personas
como para que no haya dudas,
como para que no faltaran testigos
de esa declaración que nos agarró con la guardia baja
y nos hizo reír mucho.

Empezó a enumerar todo lo que le gustaba de mi
y por qué era tan especial en su vida.
Me sentí forastera de aquella conversación,
incómoda por quedarme sin palabras,
confundida
¿o conmovida?

Alguien me estaba diciendo que me quería
de una forma real,
con todos mis defectos
y mi inestabilidad emocional siempre en estado de emergencia.

Yo cambiaba de tema,
hablaba del clima, del aumento de los precios,
de lo difícil que se está poniendo allá fuera coincidir.

Él insistía.

Hacemos tantos chistes por segundo
que no quería que pasara como una broma más:
que yo era distinta,
que le daba seguridad,
que era refugio,
que era espejo,
que conmigo nunca tuvo que fingir
ni ser otro distinto a lo que sentía.

La birra y el maní siguieron,
las risas y el sentimiento, también.

La amistad es la forma del amor
más genuina,
menos dolorosa
y la que tiene más chances
de perdurar.

Entonces,
no es tan cierto que allá afuera
está cada vez más difícil coincidir.

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