¿Existirá algo más tirano que nuestras propias palabras?
Digo, porque una vez pronunciadas,
no hay testigos que puedan alegar lo contrario.
Las soltamos y quedamos a merced de lo dicho,
a menos que nos animemos a refutarlas
porque ya sabemos que nada es absoluto
y, afortunadamente, trastabillamos más de la cuenta.
De un tiempo a esta parte,
prendo sahumerios casi todos los días,
suelo regar más de una plantita,
no recuerdo el gusto de la carne,
colecciono mazos de cartas,
fumo en el balcón,
me enamoro dos o tres veces a la semana,
no me banco el pelo largo,
los recitales dejaron de ser mi prioridad,
encontré más de una canción de los Rolling que me sopapea,
mis reproductores se revelaron ante el despotismo del rock,
no prendo la televisión,
dejo a la perra dormir en la cama conmigo,
estoy pensando en mi quinto tatuaje,
le concedí una tregua a la cebolla y descubrí que es una gran aliada,
le pongo ketchup a todo hasta a los fideos,
acepto el cine en las primeras citas,
incluso acepto dormir en casas ajenas,
abandoné libros que no me atraparon.
Y también, volví al sur para reclamar lo que dejé allí
y disculparlo por despojarme
de mi creatividad alocada,
mi impulsividad que no sabe de escarmientos,
mi caradurismo desmedido,
la melancolía a media asta,
la curiosidad por lo desconocido
y las ganas desbocadas
de retener el presente unos minutos de más
cuando esa luz que encandila mis contradicciones
rompe otro barrote de la celda que yo misma creé
al decir tiempo atrás nunca jamás…