Correr

Tal vez empecé a correr
porque ya no quiero que me alcances.
En lugar de construir la cerca
y tenernos a un “enviar” de distancia
me prepuse ayudarte
a alejarnos.

Ya entendí.
No te voy a dejar posdatas
con una sarta de reproches.
Entonces,
corro.

Tampoco tengo intenciones
de guardarme lo que no te dije.
Voy inhalando y exhalando
un aire cargado de nostalgia
(y un poco de bronca)
a medida que me acerco a una meta imperceptible
en alguna esquina que aún desconozco.

En el medio del recorrido,
200,
400,
quizás 600 árboles en vaivén,
moviéndose levemente con la brisa caliente
de verano
dándome luz y sombra
según mi ritmo.

Igual,
que no se confunda,
no estoy escapando de mis deseos frustrados
(y un poco cagados a palo por tu inestabilidad
para absolutamente todo),
estoy dejando atrás
lo que ya no quiero,
y me retiene en un bucle permanente
que me sé de memoria
y me aburrió.

El horizonte sigue ahí
en dirección a mis pasos,
brillando incandescente
como esa medalla que me espera
a tres kilómetros de esta rotonda.

Hace tanto que no me detengo a descansar,
son tantos los rostros que me miran aturdidos
que, a lo mejor,
ya me encuentro bien lejos.

De repente,
recuerdo por qué estoy corriendo
y las piernas se me vencen,
no las siento,
no se mueven
todo gira inerte,
odiosamente inaudible,
desesperadamente pausado.

Me atraviesa un chorro
de agua caliente en la espalda,
la multitud se evapora,
el cuerpo vuelve a responderme,
tu gesto
se hace lentamente palpable,
el tacto de tu mano en mi hombro quema,
me preguntas si necesito otra botella
para hidratarme…

¡Maldito deja vú del infierno!

La distancia
es otra ilusión,
es el espejismo indomable
que sólo existe
en nuestra cabeza.

Deja un comentario