Agarré la lista de la verdulería, las llaves y salí.
En las dos cuadras que tenía por delante,
comencé a repasar qué tenía que comprar
y todo se barajó a su antojo:
– 3 bananas;
– 1 kg de manzanas;
– 2 kg de tomates redondos;
– 1 planta de acelga;
– 1 plato de canelones en el bodegón de San Telmo que vimos en esa cuenta de Instagram;
– ½ kg de menta granizada de Rapanuí;
– la discografía completa de Los Redondos en la ruta…
Mi cabeza se fue a otro tiempo,
a otra situación,
a otra calle,
a otro horario,
a otra estación,
a una mesa
en la que dijimos dos o tres tonterías
y después no pudimos cumplir.
Cada vez que nos veíamos
hacíamos planes para una próxima salida
que jamás llegaba
porque repetíamos
el mismo bar,
la misma cama,
el mismo toque de queda,
y otra vez calabaza.
Será mi manía desquiciadamente obsesiva de tener todo
perfectamente organizado
y agendado
y controlado
y cronometrado
que me hizo fanática de las listas para absolutamente todo.
En realidad, lo que más me gusta es deshacerlas,
empezar a tachar con resaltador flúor los ítems
y sentir que estoy haciendo algo,
que estoy avanzando,
que me muevo,
que cumplo alguna especie de objetivo.
De regreso a casa,
escribí mentalmente la lista de todas nuestras asignaturas pendientes:
– una peli de terror en el cine con Fernet de contrabando;
– un partido de Vélez en la cancha;
– Luis Miguel en el Movistar Arena;
– un trago en el bar top de Caballito al que siempre amagamos a entrar;
– tomar ese whisky que tanto odiamos en tu cumpleaños e ir directo al karaoke;
– cinco noches al azar en ese telo de mala muerte;
– dormir juntxs sin despertador;
– una escapada de fin de semana largo a donde sea;
– que te aprendas para el 7 de junio una canción de los Beatles como regalo;
– un par más de ‘te quiero’ camuflados en los chocolates que me dejabas en la cartera;
– tres series que dejamos a medio terminar;
– el abrazo sin punto de llegada un viernes de invierno;
– volver a romper el hielo;
– una última cena con picadita, birri, pitos y matracas;
– una despedida menos aburrida, menos dramática, menos ‘sin sabor’, con chistes internos, algún que otro beso y mirándonos a los ojos; una despedida con más dignidad, y que nos haga sonreír al recordar.