“Nada me aterra más que la felicidad”,
me decía en nuestros mejores momentos.
Y como un globo
que explota de tanta presión
o por la delicadeza de su fachada,
mi rostro mutaba de expresión
y comenzaban las discusiones.
A esta altura,
ya no importa si lo hacía a propósito
porque le divertía llevarme la contra;
o porque sabía que tenía
la mecha demasiado corta;
o si lo repetía como un mantra
a modo de advertencia;
o si le había gustado la frase
porque sonaba bonita y realista;
o porque sinceramente lo creía.
Después de despedirnos,
el sabor amargo del último beso
me trajo entre sonrisas forzadas y lágrimas imposibles de evitar
ese eslogan de mala muerte sacado de una publicidad berreta
y me acompañó 4, 5, 7 noches de insomnio.
Su voz entrecortada me lo repitió tantas veces
que por fin pude dormirme para no tener que escucharla más.
No sé por que todxs insisten en saber la verdad.
Ahora sólo me invade una rabia desbocada
que no la puedo alcanzar
ni sumergiéndome en nuestros mejores recuerdos.
Ser consciente de la “felicidad”
es también aceptar que viene y va,
que dura solamente un ratito
porque su batería es limitada,
y que si la estás experimentando
¡SPOILER ALERT!
pronto se acabará.
¡Qué rabia me da la “verdad”!
Y me enfurezco conmigo misma al caer en la cuenta
de que cuando nos mirábamos y nos decíamos que nos queríamos
él colapsaba,
entraba en una espiral de pánico irritante
que no tenía sentido en ningún contexto,
aunque pensándolo bien…
No era inmadurez,
ni irresponsabilidad emocional;
no era inseguridad
ni el vaivén de su ansiedad.
Era el miedo de sentirse extremadamente feliz
y saber de antemano
que en algún momento
lo nuestro
también se acabaría.