Me sacó la ficha después de una cumbia vieja y una jarra de Fernet. Prendió un pucho, de esos que duran dos cuartos de hora, tres o cuatro historias sin sentido y un silencio prolongado mirando el cielo encapotado. Se acercó. Amagó con tocar mi rostro. Me alejé un tanto recelosa. Balbuceó algo sobre fluir y que no está mal bajar la guardia de vez en cuando, darle la espalda a mi pose impenetrable, siempre a la defensiva. Me negué a su filosofía de manual. Y ante mi desdén, arremetió con una sonrisa, la exhibió desde el galpón oxidado donde oculto todas mis inseguridades. La noche me pareció demasiado corta en sus brazos. Nos entregamos, una vez más, a ese juego que sólo unos pocos entendemos, ese juego con muchas reglas y pocas certezas que sabe tender trampas con elegancia y no admite atajos. Estacionó el auto en la puerta de casa. Y antes de darme el último beso, susurró en mi oído: “espero que tu desfachatez y mi transparencia no se vuelvan a cruzar, porque hoy nos tocó ganar, pero si hay una próxima vez, no vamos a tener otra alternativa que dejarnos perder”.