Sobran las palabras

Nos revolcábamos en el amor
la noche entera…”

De esa notificación tan predecible
y a veces tan súbita de los viernes al mediodía
dependían los planes del fin de semana.

Si mi respuesta era “Conmigo te gustó”, todo terminaba ahí.
Nada de un ida y vuelta,
ni un “hola, ¿cómo estas?”,
tampoco una reacción a modo de guiño,
menos que menos emojis o una catarata de stickers.
No había enojos, ni ansiedad,
no había ofendidxs ni suposiciones,
no existió el hacerse la cabeza por un mensaje que se deshizo en la nebulosa
de la incoherencia y sólo recibió dos tildes azules.

Y sin embargo…
ahí estaba la señal,
era nuestro Código Morse,
el SOS,
la luz verde que me habilitaba a ir al Chino después de la oficina
para comprar dos vinitos, mantecol y el chocolate con maní que más me gustara
porque significaba que ese viernes por la noche ya no lo tenía libre
y tampoco dormía en casa.

Todo comenzó como un chiste,
otra de las tantas pavadas que alimentábamos tácitamente,
entre sábanas húmedas y desechas
y humo de cigarrillo escapándose por la rendija de la puerta.
Vos abrazado a mi cintura te pusiste a tararear temas viejos,
esos que siempre son un placer volver a escuchar,
y cuando llegó la tanda Mattioli
nos descontrolamos con el estribillo por querer agitarlo
y una copa de tinto voló y se desparramó por la alfombra
recién aspirada y limpia.

Nos miramos,
se nos escapó la carcajada por los ojos,
por los puños y por los dientes,
no porque estuviéramos borrachxs,
sino porque estábamos realmente conectadxs
disfrutando el momento
Todavía hoy creo que de las diez veces que nos vimos,
esa fue la mejor “cita no cita” de nuestra historia.

Al mes siguiente,
mientras me devoraba una empanada de caprese a cuatro manos,
recibí el famoso mensaje
al que respondí exactamente como vos esperabas,
y esa noche, sin decir nada más,
estabas en la puerta de mi edificio,
bañado y perfumado
tocando el timbre del 5to C
y comenzando un ritual que repetimos
todas las veces que quisimos.

No.
No te enamoraste de mi
y creo que yo de vos tampoco.
Pero no voy a negar que,
algún que otro viernes
se me paró el corazón
al ver una nueva notificación en la pantalla del celular.

Un día desapareciste;
otro día te volví a ver en el bar en el que te acercaste a mi mesa
para pedirme mi perfil de Instagram
bailando con otra chica;
me hiciste un gesto con la cabeza
y trataste de dibujar una sonrisa que llegó a la media asta,
te saludé desde la barra solo con la mano;
y no hubo más temones de Leo Mattioli,
ni vino,
ni postre,
ni las posiciones más exóticas que alguna vez hice en la cama.

Y sin embargo…
cómo me divertí.
Inventamos un juego que, como todos, terminó
pero en el que no hubo perdedores ni ganadores.
Solo vos y yo
entendiendo todo con la mirada
y con alguna que otra canción.

A veces las palabras no son más que un accesorio
perfectamente prescindible
cuando lo que desborda el cuerpo
dice absolutamente todo.

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