Entendí tarde la sutil diferencia
entre el deseo y el capricho.
Y, también, supe con retraso
que no cualquiera sabe saciar su sed.
Porque satisfacer un antojo
implica placer pero, a la vez,
supone que se terminen las ganas
o, al menos, que no sean las mismas que al principio.
Sucedió que, finalmente, llegó.
Demasiado tiempo invirtiendo
energía, ansiedad, expectativas.
Demasiado tiempo invirtiendo
el cuerpo y mis pensamientos.
Demasiado tiempo esperando
hasta que llegó.
Me lo dejaron a los pies,
perfectamente envuelto
con un papel azul y moño dorado
como si se tratara de un regalo.
Intenté romper el paquete con ambas manos,
sin embargo, su fachada se resistía a resquebrajarse,
como si no quisiera revelar su interior,
como si no me aguardara aquello
en lo que tanto me había enfocado.
Las sospechas que jamás nos asaltan
pero que deberíamos tener en cuenta,
se hicieron ciertas.
¿Qué se hace cuando la vida te da lo que deseabas
(o te concede el capricho)
pero no llega de la forma que lo esperabas?
Se me ocurre que sin planearlo ni darnos cuenta,
casi siempre se esconde atrás de la ambición un plan B.
Y si la vida te da limones…
lo último en la lista es dejarlos reposar hasta que se pudran.
En algún momento de todo este recorrido aprendimos que
“no hay limón tan agrio que no permita hacer algo parecido a la limonada”.
Entonces, me puse a exprimir.
Despojé de idealización a mi deseo
y mutó en algo más terrenal,
algo que yo pudiera manejar
y de lo que no me aburriera ni abandonara,
algo que me ate a él y reprima mis ganas de salir corriendo
por no llegar de la forma que lo esperaba.
Escuché por ahí que
‘nada se pierde, todo se transforma’
y de ahí mi voluntad para adaptarme a un nuevo microclima.
Si la vida te da limones, habrá que agregarle más azúcar
y revolver hasta que alcance el punto justo de sabor,
ese que a nuestro paladar le puede empezar a agradar.