Un lugar donde desmoronarse,
sin culpa,
sin temor,
sin vergüenza,
sin pedir permiso ni perdón,
sin una almohada que ataje la caída.
Un lugar donde desmoronarse
de sopetón,
de la tormenta que no cesa,
de las caricias que no llegaron a deslizarse,
de los “te quiero” mal pronunciados,
de la vorágine abrumadora de la ausencia.
Un lugar donde desmoronarse
con rabia,
con violencia,
con calma,
con el cuerpo a la mitad,
con las ganas aplastadas,
con la incertidumbre del mañana.
Un lugar donde desmoronarse
en silencio,
en soledad,
en puntas de pie,
en desbandada,
en medio de la insoportable muchedumbre sorda.
Un lugar donde desmoronarse,
para desintoxicarse,
para vaciarse del vicio,
para reinventarse,
para tocar fondo,
para no tener más opción que levantarse.
Un lugar donde desmoronarse
sin previo aviso,
de las palabras que se quedan atascadas y no llegan a decirse,
con insensatez,
en un estado indescifrable de vulnerabilidad,
para serenarse, acomodar las partes desencajadas y volver a respirar.