Síndrome del impostor

¿Alguna vez volviste feliz a tu casa después de verme?

Y bueno,
¿qué pretendés?
Suficientes negacionistas nos fumamos todos los días
para que yo sea una más.

¿Sabés qué pasa?
Me altera bastante el sueño
llevar la cuenta de las veces
en que la memoria te trae involuntariamente
y me asalta antes que todo lo malo
(y todo lo bueno)
esa pregunta
para la que tengo una docena de respuestas
aunque ya no creo que vaya a conocer
cuál sea la correcta.

No es que prefiera ignorar
todo lo malo
(y todo lo bueno)
pero esta balanza tiene tres platillos,
y el que no tiene nombre
pesa un poquito más.

Seguramente me lo inventé
por necesidad
o, tal vez, por el consuelo de no etiquetarla
como una historia más entre tantas olvidables.
Es que… ésta no.
Ésta no la quería
ni predecible,
ni aburrida,
ni ordinaria
sino con sus propios condimentos secretos.
Será por eso que esa duda me persigue
mucho más que todo lo malo
(y todo lo bueno).

Y sí,
¿qué pretendés?
Después de tu interés desmedido,
de tus ganas ramificándose por todo el cuerpo
y de que tu control se perdiera sin posibilidades de atajarlo
por un algún chiste que te tiraba
acostadxs en la cama
y del que nos reíamos fuerte
aunque nada de todo aquello tuviera gracia,
me resultaba inentendible que me dejaras en la puerta de mi casa
y desaparecieras por semanas sin enviar el raquítico mensaje de
llegué bien”.

A ver, no me malinterpretes
como hiciste con cada maldito WhatsApp que recibías escrito.
Entiendo el ‘no compromiso’ con la causa.
Eso lo dejamos muy clarito desde el primer beso
que nos dimos enchastradxs y pegajosxs después de mandarnos
sin pausa ni respiración
medio kilo de dulce de leche goloso
con cucharadas gigantes de chocolate suizo porque
seguiré siendo la reina de los antojos.

Lo que no me cerraba ni haciendo terapia con las parejas de mis amigxs
son las canciones de Drexler a las 3 am,
que te quedaras dormido en el cine y al finde siguiente
volvieras a sacar entradas,
el paquete abollado que llegó por Correo Argentino
con un póster del señor Say No More
y los alfajores más ricos que comí en mi vida,
las fotografías temporales de tu ombligo y tu dedo gordo del pie izquierdo,
la remera del Inter de Miami que me dejaste usar como pijama
y, pues claro, la que me llevé de souvenir…
¿Qué más?
¡Ah sí! También el sexo, tu familia y esa inseguridad
que intentabas resolver escuchando alguno
de mis consejos mediocres.

Y luego (de todo lo bueno)
el momento que más me generaba taquicardia de nuestros encuentros:
la despedida en el portón negro de mi edificio,
60 segundos veloces en los que sentía que estaba con otra persona
porque de golpe se te olvidaban las palabras,
hacías puchero o algo parecido,
me mirabas con las pupilas desconsoladas
y desaparecías para volver
al mes siguiente como si solo hubieran transcurrido horas desde
que me dijiste que me querías con la expresión más triste del mundo.

No sé si me expliqué bien
o fue pura perorata para hacer efectivo mi consuelo,
pero de todo lo que nos quedó pendiente
lo que más me urge responderme es
si alguna vez volviste feliz a tu casa después de verme.
Perdón la insistencia,
es que ya no quiero seguir arruinando mi psiquis
con el recuerdo de la última vez que te vi:
como si yo fuera todo lo que alguna vez imaginaste
pero, al mismo tiempo, la detestable convicción sensación
de advertirme inalcanzable
y no merecer que te quiera de la misma forma
que decías hacerlo por mí.

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